En la novela “1984”, escrita por George Orwell y publicada en 1949, se nos habla de una sociedad en la que las personas son vigiladas constantemente por cámaras de video que registran cada uno de sus movimientos, sean en su trabajo o en su hogar. Esta figura del “Gran Hermano” ha ido convirtiéndose paulatinamente en parte de la cultura en que vivimos, y un popular programa de televisión de origen holandés (con versiones en múltiples idiomas y países) ha terminado de convertir el término “Gran Hermano” en uno de uso común.

Orwell plantea el gran riesgo que significa esta continua vigilancia:

«La nueva aristocracia estaba formada en su mayoría por burócratas, hombres de ciencia, técnicos, organizadores sindicales, especialistas en propaganda, sociólogos, educadores, periodistas y políticos profesionales. Esta gente, cuyo origen estaba en la clase media asalariada y en la capa superior de la clase obrera, había sido formada y agrupada por el mundo inhóspito de la industria monopolizada y el gobierno centralizado. Comparados con los miembros de las clases dirigentes en el pasado, esos hombres eran menos avariciosos, les tentaba menos el lujo y más el placer de mandar, y, sobre todo, tenían más conciencia de lo que estaban haciendo y se dedicaban con mayor intensidad a aplastar a la oposición. Esta última diferencia era esencial. Comparadas con la que hoy existe, todas las tiranías del pasado fueron débiles e ineficaces. Los grupos gobernantes se hallaban contagiados siempre en cierta medida por las ideas liberales y no les importaba dejar cabos sueltos por todas partes. Sólo se preocupaban por los actos realizados y no se interesaban por lo que los súbditos pudieran pensar. En parte, esto se debe a que en el pasado ningún Estado tenía el poder necesario para someter a todos sus ciudadanos a una vigilancia constante. Sin embargo, el invento de la imprenta facilitó mucho el manejo de la opinión pública, y el cine y la radio contribuyeron en gran escala a acentuar este proceso. Con el desarrollo de la televisión y el adelanto técnico que hizo posible recibir y transmitir simultáneamente en el mismo aparato, terminó la vida privada. Todos los ciudadanos, o por lo menos todos aquellos ciudadanos que poseían la suficiente importancia para que mereciese la pena vigilarlos, podían ser tenidos durante las veinticuatro horas del día bajo la constante observación de la policía y rodeados sin cesar por la propaganda oficial, mientras que se les cortaba toda comunicación con el mundo exterior. Por primera vez en la historia existía la posibilidad de forzar a los gobernados, no sólo a una completa obediencia a la voluntad del Estado, sino a la completa uniformidad de opinión».

En la sociedad tecnológica en la que vivimos actualmente, nadie nos está forzando a ser vigilados; somos nosotros mismos quienes estamos cediendo a la presión de las redes sociales para poner nuestras vidas a la vista de todos. Esta tendencia a compartir nuestras vidas es preocupante ya que muestra muchas veces un gran egocentrismo, a la vez que un pobre criterio para saber qué compartir y qué no.

Esta presencia cada vez mayor de la tecnología en nuestras vidas trae consigo el peligro de que dejemos de verla; las tecnologías “invisibles” hacen que no nos percatemos de su influencia, y por lo tanto, nos hacen vulnerables a sus efectos sin la posibilidad de discernir claramente qué parte queremos asumir y qué parte nos parece inadecuada.

¿Qué hacer frente a esto? Es fundamental tener una actitud crítica; preguntarme si lo que comparto en las redes es necesario o no, si contribuye a mi crecimiento como persona y a la edificación de relaciones interpersonales saludables y adecuadas. No está mal compartir, pero si empiezo a perder el control de mi vida privada es fundamental hacer un alto en el camino para reevaluar mis prioridades y esforzarme por darle a la tecnología el lugar que le corresponde en mi vida cotidiana.

Carlos Díaz Galvis

Carlos es el Director Editorial del Centro de Estudios Católicos CEC. En la actualidad reside en Medellín (Colombia).

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