Todos sabemos que las enfermedades, biológicamente hablando, son algún tipo de trastorno de la salud. Cuánto más grave la enfermedad es, surge con más intensidad aquella gran pregunta: “¿Por qué?” Obviamente, la pregunta es muy oportuna ¿Cuál es el sentido de que alguien tenga que sufrir? ¿Por qué la enfermedad de una persona ocasiona tanto sufrimiento para sus seres queridos? ¿Cómo explicar que alguien tenga que morir a temprano edad? Estas son solamente algunas posibles preguntas que nacen al padecer o compadecerse de alguien que vive una enfermedad.

Habría mucho que comentar al respeto. Me atrevo a proponer una incipiente reflexión que me parece fundamental tener presente, si es que queremos de alguna manera padecer esa enfermedad de la “mejor manera” posible.

Lo primero, es que nosotros no deberíamos nacer para sufrir. El dolor y el sufrimiento contradicen la bondad de la creación, de nuestra propia creación. Además, es algo que existe desde que el hombre es hombre. Debemos  preguntarnos, entonces: ¿Por qué algo así existe? Si naturalmente, el mal contradice la bondad de la creación, ¿por qué el dolor y el sufrimiento son parte de nuestra vida?

Aunque algunos no lo crean, la raíz está en el pecado. Es un desorden espiritual, que tiene su huella prácticamente desde el principio de la Creación ¿Cuántas personas se preguntan cómo puede existir el mal si “dicen” que Dios es bueno? Es una pregunta válida. Lo que no está correcto, es deducir que por lo tanto, no existe Dios, o se desentendió de nosotros, o, en último caso, que siempre coexistió el mal con el bien. El hecho es que sin la consideración del misterio del pecado en nuestra historia, el misterio de la vida se hace aún más misterioso de comprender. Dicho esto, podemos entender, aunque sea racionalmente, un poco mejor el origen del mal, del dolor, del sufrimiento y de la muerte.

¿Qué es el pecado? Se trata de una ruptura con el lazo íntimo que teníamos con Dios. Eso da origen al desenlace de una serie de consecuencias, que el hombre ya no tiene la capacidad por sí mismo de resolver. Para los que somos cristianos, lo cual no significa que otros se cuestionen y busquen entender lo que decimos, sabemos que sólo Él tiene la respuesta y la solución para el problema del mal en el mundo. Incluso cuando padecemos una enfermedad, que puede acompañarnos toda la vida, podemos encontrar en Cristo, el descanso y la fuerza que necesitamos para seguir adelante. Realmente, sin Cristo es muy difícil que una persona enferma entienda que su vida, más allá del estado que padece, tiene algún tipo de sentido; es decir, que más allá de su situación, sea posible la realización y felicidad personal.

Las repercusiones de cualquier enfermedad dañan a la persona en su capacidad de realización. No podemos ingenuamente decir que Cristo desaparecerá el problema – aunque lo puede, y eso sería un milagro. Sigue el sufrimiento, sigue el dolor, sigue el sin sentido, etc. La vida de una persona con un enfermedad, nunca podrá ser “normal”, aunque la persona sea la más creyente.

Sin embargo, la fe en Dios, puede ofrecer una clave de lectura de la propia vida y su condición actual, que sirve, en última instancia, de consuelo. Es decir, ya no somos o tenemos la capacidad de realizarnos como si no tuviéramos la enfermedad, pues es real la limitación y consecuencias que nos trae, pero Cristo nos ofrece un camino concreto y muy real, para aprender a asumir esa realidad de sufrimiento. Con su muerte y resurrección nos demuestra que el dolor, el sufrimiento y la muerte no tienen la última palabra. Con todo esto no tengo como objetivo esclarecer el misterio de la enfermedad, tampoco espero solucionar todos los problemas de nuestra limitada comprensión. Simplemente quiero decir, que existe un camino posible para enfrentar tamaña frustración.

¡Qué difícil es entender todo esto! Ponerse y poner la enfermedad en las manos de Dios y decir que así encontraremos en un camino de auténtica realización. Más allá del sufrimiento y el sin sentido de la enfermedad, exige una toma de postura, que implica necesariamente aceptar esa realidad de la enfermedad y con ella, las consecuencias negativas que ésta acarrea para toda la vida.

Obviamente, es mucho más difícil para una persona enferma descubrir su camino de realización y felicidad. Lo que sí puedo decir, compartiendo la experiencia existencial de muchos enfermos, es que no sólo es algo posible, sino que esa aceptación y esfuerzo personal, permiten alcanzar en la vida una profundidad muy intensa del sentido que tiene la vida. Muchos decimos que la enfermedad es una “prueba” que Dios nos manda. Yo no lo diría de esa manera, pues Dios no quiere el mal para nadie. Pero, por qué no reconocer que por alguna razón misteriosa, Dios permite ese sendero difícil de vivir. Lo digo pues, obviamente no sufriríamos, si Dios no lo hubiese permitido. No lo quiere, pero permite las consecuencias del pecado. Es más, podría desaparecerlas, pero justamente porque respeta nuestra libertad, tiene que respetar las consecuencias de nuestras opciones equivocadas. Debemos reconocer que el mal es una de las consecuencias del pecado. Que me haya tocado a mí, es un misterio, por lo cual perdemos el tiempo si buscamos el “porqué”. Más bien, debemos preguntarnos cómo vivir y qué nos quiere enseñar esa condición.

Finalmente, la idea de que una enfermedad nos afecta profundamente es correcta. No hay por qué negarlo. Vemos que interfiere, con mayor o menor gravedad, la vivencia de la persona humana. Sin embargo, la comprensión, aceptación y tratamiento de la enfermedad, permite un desarrollo personal, que más allá de esa dificultad, se adecúa de tal manera, que descubre el “camino” para la propia realización y, por lo tanto, para alcanzar la felicidad. Ésta se encuentra en la medida que aprendemos a realizarnos personalmente, desde la propia limitación y contingencia  personal. Para eso, vale la pena recordar, que solamente Dios tiene la clave espiritual para aceptar e incorporar en nuestra vida, las consecuencias negativas que, de hecho, tiene la enfermedad en nuestro camino hacia la felicidad.

© 2017 – Pablo Augusto Perazzo para el Centro de Estudios Católicos – CEC

Pablo Augusto Perazzo

Pablo nació en Sao Paulo (Brasil), en el año 1976. Vive en el Perú desde 1995. Es licenciado en filosofía y Magister en educación. Actualmente dicta clases de filosofía en el Seminario Arquidiocesano de Piura.
Regularmente escribe artículos de opinión y es colaborador del periódico “El Tiempo” de Piura y de la revista "Vive" de Ecuador. Ha publicado en agosto de 2016 el libro llamado: “Yo también quiero ser feliz”, de la editorial Columba.

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