Reflexionábamos la semana pasada acerca de la importancia del perdón, sobre todo en las relaciones entre personas cercanas. Parecería, sin embargo, que vivir el perdón no siempre implica a dos personas. Muchas veces debemos vivir el perdón, en primer lugar, con nosotros mismos. Podría sonar sencillo, pero a veces –quizás lo hemos experimentado en primera persona– qué difícil resulta perdonarse a uno mismo incluso cuando sabemos que Dios ya nos ha perdonado.

El reconocer que uno ha actuado mal, que incluso ha herido o dañado a otros, es ya un primer paso importante. Dejar de lado cualquier vanidad o soberbia, cualquier perfeccionismo, para aceptar humildemente el error es fundamental. La verdad es un componente importantísimo del perdón. En primer lugar, la verdad sobre lo ocurrido, sin intentar obviar nuestras equivocaciones. En segundo lugar, la verdad acerca del amor de Dios, que nos señala siempre el horizonte de la misericordia y la posibilidad de conversión.

En este sentido, la confesión sacramental nos da el perdón último que necesitamos y que solo Dios puede ofrecer. Es sobre el perdón de Dios, que nunca nos faltará, que podemos crecer en el perdón de nosotros mismos.

Perdonarse a sí mismo no es ceguera ni ser laxos con uno mismo. No es obviar nuestras faltas, ni minimizar los errores. Es aceptar que no somos “perfectos” en todo, ni tenemos por qué serlo. La perfección que necesitamos es la del amor, y esa acepta y asume las propias limitaciones en el horizonte de una continua conversión y crecimiento en Cristo.

Perdonarse a uno mismo supone también aceptar los retos que tenemos adelante. ¿Cuántas veces es más fácil y cómodo una triste melancolía sobre nuestros errores, doliéndonos con supuesta buena intención, pero escondiendo por debajo una soberbia que nos lleva a no seguir luchando? La auto-compasión es un enemigo dulce y sensible, y en ocasiones muy difícil de vencer.

Perdonarse a uno mismo es aceptar que Dios nos sigue invitando a la santidad y a cumplir el plan que tiene para nosotros. Por eso, en este sentido, incluso el perdón a uno mismo también supone a dos personas: a nosotros mismos y a Dios.

Precisamente el plan que tiene para nosotros supone nuestras fragilidades y posibilidades y mira hacia el futuro. En el lago de Tiberíades, luego de la Resurrección, Jesús renovó a Pedro en su misión. En el fondo, la única pregunta que le hizo, luego de las terribles negaciones del apóstol, fue acerca del amor. Pedro renueva su amor en Jesús y la respuesta del Señor es señalar el horizonte, indicarle que deberá seguir amando y que sus limitaciones no son, en última instancia, impedimentos para responder al plan de amor del Padre.

A Pedro seguramente le costó, pero logró perdonarse a sí mismo, aprendiendo de sus errores. Quizás se acercó así también a la experiencia de tantos hermanos en la fe que peregrinan hacia el Señor en medio de caídas y fragilidades, ayudándolo a comprenderlos mejor para señalarles ­–como hizo el Señor con él mismo– el horizonte del perdón y la reconciliación que Dios nos ofrece siempre, en todo momento, aquí y ahora.

 

Fuente: Mi Vida en Xto

 

Kenneth Pierce Balbuena

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