Aún resuenan los ecos de la Navidad, que la Iglesia celebra durante esta semana de la llamada octava de Navidad, hasta la fiesta del 1 de enero: la Maternidad divina de María. En este contexto, solemos mirar con frecuencia el Nacimiento de Jesús en Belén con cierto romanticismo. Es cierto que algo tan inaudito como que Dios se haga hombre en la forma de un recién nacido sólo se explica por un amor infinito, a la medida de Dios, y eso es innegable, pero es un amor que toma una forma misteriosa: la de la debilidad y la pobreza. Y en eso hay una gran enseñanza.  

La sensación que trasmite un bebé recién nacido es, por un lado, de extrema fragilidad, como si se fuera a romper y a la vez de dependencia, pues reclama nuestro cuidado. No se basta a sí mismo, sino que necesita de los demás. Así nació Cristo: dependiente del cuidado de sus padres, frágil, necesitado, todo lo contrario de la autosuficiencia del orgulloso que no necesita a nadie.

Pero además nace en medio de una pobreza exterior muy llamativa y para nada romántica: Sus padres no encontraron lugar en casas ni en la posada y tuvieron que refugiarse en una cueva de animales, buscando el calor entre ellos, ateridos por el frío del invierno. No les acogieron… pobreza de cosas, extrema, hasta el punto de reclinar a Jesús recién nacido en un pesebre de pajas donde comían los animales. Sin medios de subsistencia y sobreviviendo gracias a los regalos de los pastores de la zona, gente nada bien posicionada que fue a rendirle homenaje. Parece increíble que todo un Dios –infinito y omnipotente- pase necesidad y sea rechazado. Pero, como dice santo Tomás de Aquino, “convino que Cristo llevase una vida pobre en este mundo” (Suma Teológica, IIIa, q. 40, a. 3, c), sujeto, por haber asumido nuestra naturaleza humana, a la debilidad de nuestra carne, al cansancio, al hambre, al frío, y a la muerte (Ibid, q. 14, a. 1). Al ser uno de nosotros, pudo darnos “ejemplo de paciencia… soportando con fortaleza los sufrimientos y los defectos humanos” (idem); además de que así “se manifestaba… su humanidad, que es el camino para llegar a la divinidad, según Rom. 5, 1-2: “Por Jesucristo tenemos acceso a Dios”” (ibid, ad. 4). Dicho de otra manera, “El amor de Dios a los hombres no se manifiesta solo en la asunción de la naturaleza humana, sino principalmente en lo que padeció, en tal naturaleza, por los demás hombres” (Ibid, q. 4, a. 5, ad.2).

La pobreza y la invitación a la austeridad de la vida de Cristo pobre en Belén siguen siendo una lección actual para cada uno. La razón la presenta claramente el Aquinate: asumió la pobreza, pues “lo mismo que aceptó la muerte corporal para darnos la vida espiritual, de igual modo soportó la pobreza temporal para darnos las riquezas espirituales” (Ibid, IIIa, q. 40, a. 3). Las riquezas espirituales, las que Cristo nos trae, no solo las distingue aquí de las materiales –manifiestas a los sentidos- sino que, más aún, las contrapone. La razón de ello es que “la abundancia de riquezas da ocasión de ensoberbecerse” (ibid, ad 1), por eso, “en quién es voluntariamente pobre, como lo fue Cristo, la misma pobreza es señal de humildad suprema” (ad. 3). Hay que entender bien esto: No desestima los bienes materiales más que en la medida en que apartan el corazón de los espirituales y nos hacen autosuficientes y soberbios, haciéndonos creer que lo podemos todo y no necesitamos a nadie, ni si quiera a Dios. Humildad, pues, que se opone a la soberbia.

La actualidad de esta invitación está vigente, por lo demás, en las reiteradas llamadas del Papa Francisco a vivir en austeridad de vida y a ser responsables en la administración de los bienes de la naturaleza y el cuidado de la casa común, de manera especial pero no exclusiva en su encíclica Laudato si. Actualidad que cobra fuerza a medida que se acerca la visita del Santo Padre a Chile, a solo unas semanas. Actualidad reiterada con fuerza a través de la vida y mensaje de Francisco de Asís, el mismo que hizo por primera vez un pesebre viviente mostrando la pobreza y la cercanía de Cristo y, por lo mismo, la libertad que da el desprendimiento y la apertura a los bienes espirituales, los del cielo, los que el Niño Dios nos promete.

Por eso contemplando al Niño Jesús en pobreza, ¿quién querrá aferrarse a las riquezas?

Esther Gómez de Pedro

Esther Gómez de Pedro, es laica consagrada en las Cruzadas de Santa María, (Instituto Secular), licenciada y doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona, profesora de Filosofía y doctrina social de la Iglesia, y desde el 2005, trabaja en la Universidad Santo Tomás de Chile desde hace 4 años como Directora Nacional de Formación e Identidad. Tiene publicaciones sobre temas antropológicos.

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