Cada año los medios difunden la celebración de un “nuevo año chino”, producto de la astrología oriental, al mismo tiempo con una serie de presuntas ventajas para quienes hayan nacido bajo el signo del animal de turno. Suena aparentemente raro que en nuestra época tecnológica estas noticias conciten la atención pero como se sabe no hay nada nuevo bajo el sol.

 Ya durante el esplendor de Roma existían, en masivo número y provenientes de todas partes del mundo, una serie de adivinadores llamados augures que a partir de la interpretación de las entrañas de animales sacrificados hacían revelaciones sobre el futuro.

 Era la Roma antigua, de dioses con pasiones humanas, de los miles de esclavos, del circo, de un mundo pre científico y en el que se creía que existían monstruos.

 Más de veinte siglos después, si bien es cierto no parece en la actualidad muy higiénico ponerse a ver el interior de un animal, y más evidente el que no se pueda “leer” mucho, los augures se han transformado y siguen viviendo y cebándose en la inseguridad que tiene el ser humano de no conocer qué acontecerá en su vida. Aunque, sí hay algo seguro, pero a lo cual nuestra cultura del confort prefiere no mirar: que lo único cierto es que todos, tarde o temprano, vamos a morir. Es decir, que estamos de paso.

Así, a partir de la inseguridad existencial podríamos entender que al final de cada año, a lo que se suma el llamado nuevo año chino, conocido en este caso como el  “Año del Caballo”, las personas hagan a un lado sus neuronas, y escuchen y lean con atención, como si la fe católica y el avance científico no existieran, las predicciones, que los influjos de los astros, y demás entuertos astrológicos, sean occidentales u orientales, los convierten en marioneta del cosmos.

[pullquote]Esto tiene mucho que ver con lo que decía Chesterton: “Cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa”.[/pullquote]

¿Por qué los católicos no creen en las predicciones y demás cuentos chinos? Hay razones filosóficas, teológicas, bíblicas y, por cierto de sentido común. Pero deseo ensayar una de otra índole: los católicos no necesitan creer en predicciones porque ya cuentan con una promesa, una palabra empeñada, que es la del Señor Jesús.

«Todo el que venga a mí y oiga mis palabras y las ponga en práctica, os voy a mostrar a quién es semejante: Es semejante a un hombre que, al edificar una casa, cavó profundamente y puso los cimientos sobre roca. Al sobrevenir una inundación, rompió el torrente contra aquella casa, pero no pudo destruirla por estar bien edificada. Pero el que haya oído y no haya puesto en práctica, es semejante a un hombre que edificó una casa sobre tierra, sin cimientos, contra la que rompió el torrente y al instante se desplomó y fue grande la ruina de aquella casa.» (Lc 6, 47-49)

Por lo tanto hay una promesa que nos dice que a pesar de las vicisitudes de esta vida, de los problemas económicos o laborales, de salud o de la familia, el hombre no es un títere del azar, pues Dios ha prometido, para aquellos que lo aman y cumplen su palabra, que “su suerte está en su mano” (Sal 15, 5). El amor de Dios disuelve el miedo a la fatalidad del destino.

[pullquote]Así, la muerte ya no es el horror que nos paraliza, sino el paso necesario hacia el encuentro pleno con Dios y sus promesas. No hay otro futuro más importante y definitivo.[/pullquote]

Entonces, creer en los influjos del Año del Caballo, o de cualquier horóscopo,  termina siendo como en las épocas antiguas, un ejercicio de leer entrañas, pero en este caso del propio hombre que no encuentra en sí mismo un sentido que trascienda su miedo a su finitud para abrirse al sentido definitivo de Dios.

© 2014 – Andrés Tapia Arbulú para el Centro de Estudios Católicos - CEC
 
 

Andrés Tapia Arbulú

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