Estas preguntas me las han hecho muchas veces: ¿por qué hay tanta maldad en el mundo? ¿Por qué la suerte de muchos es un grito al cielo que parece no tener respuesta? ¿Dónde está la esperanza frente a un mundo donde el dolor y la fragilidad se encarnan en la realidad con sangre y lágrimas?

El llanto de los inocentes, la perplejidad de los descartados, el dolor de los maltratados, la fe perdida de aquellos que han sido engañados. Estructuras de odio, de rencor, guerras por doquier. Los padres contra los hijos, los hijos contra los padres. Hermanos que luchan por un pedazo de tierra y de pan. Las historias se repiten una y otra vez, como un drama griego o alguna página arrancada del Antiguo Testamento.

Uno, como cristiano, recorre este valle de lágrimas y experimenta, en medio de un ambiente gris y cansino, cómo las voces sufridas o acusadoras repiten día y noche: ¿Dónde está tu Dios? No le dijeron al mismo Cristo:  Si eres realmente el Hijo de Dios, ¡sálvate a ti mismo y bájate de la cruz! No fue acaso el mismo Jesús que exclamó: ¡Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?!

¿Dónde está pues nuestra esperanza? ¿Dónde encontrar la justicia anhelada? ¿Dónde encontrar una palabra de consuelo cuando parece que Dios calla?

Vivimos en medio del espectáculo carnavalesco donde las palabras que quieren comunicar la verdad están deformadas con mentiras, o mentiras que quieren adornarse con la verdad para confundir al desprevenido. El bien ha sido pervertido por la utilidad. Lo que sirve queda, lo que no, puede desaparecer. Las personas no son más un yo, un tú, son cosas. Parece que no hay brújula, un mundo donde poco o nada asombra, donde la belleza ha sido desfigurada en su alma.

En esta tierra baldía, ¿quién puede ser llamado justo? No existe más el blanco y el negro, la escala de grises se ha ensanchado. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Y todos la tiramos, juzgamos según los parámetros de nuestro propio egocentrismo. Perdonamos aquello que puede ser explicado, consensuado. Pero nos rebelamos frente aquello para lo cual no tenemos explicación, o ante aquellas situaciones en las que se necesita un perdón que venga de lo alto, y viene el rencor, como un veneno, que marchita y corrompe.

He allí la paradoja cristiana, que los hombres no llegamos a comprender. No podemos arrebatarle al misterio su llama porque nuestra razón está cerrada. Es esférica. Se cierra sobre sí misma y no es capaz de abrirse a un horizonte eterno. No es capaz de encontrar esperanza fuera de los propios razonamientos, de las estructuras que hemos construido a fuerza de voluntad. La esfera parece perfecta. En su circunferencia es perfecta, pero está cerrada. Como un uróboro, la serpiente que se muerde la cola. Un círculo sin fin, donde el mal se responde con mal; o no se responde sin más, se ignora en un espiral de indiferencia, de dolor, de desesperanza.

La cruz, por otro lado, se abre infinitamente hacia arriba y hacia abajo. No se cierra en sí misma, sino que lo abraza todo y abre los 4 puntos cardinales. El cosmos todo, a su despliegue máximo: el amor. Y es allí donde el cristiano, que ha sido diagnosticado loco por el mundo, cree y espera. Cree y espera en un Dios que ha muerto solo y abandonado, pero que, muerto por amor, vive para siempre no en la abstracción del cielo, sino que en cada uno, en la comunidad de creyentes, en su Iglesia y en los sacramentos. Dios vive en el dolor del inocente, en la desesperación del perseguido, en la angustia del que perdió todo. Dios vive allí porque Dios fue ese inocente, perseguido y angustiado.

La esperanza cristiana no es una especulación, es la encarnación de Dios en la historia, en la vida de cada uno. Y la vida no es un acontecer mecánico de sucesos. Es un diálogo entre Dios y el hombre. Un diálogo donde se nos dirige la palabra, se nos interpela, pero también un diálogo donde Dios parece callar. Como quien se toma una pausa antes de afirmar una sentencia, pronunciarse solemnemente o sellar un pacto. En su silencio Dios habla.

No podemos explicar el misterio del mal, en el corazón del hombre luchan fuerzas para la cual no tenemos explicación. Sólo podemos afirmar su existencia como ausencia de bien, de amor, de belleza, de verdad. El misterio del mal, decía el gran Juan Pablo II, “¡hombre sufrido si los hay!” Solo se comprende en el misterio de la piedad (Reconcilatio et Paenitentia, 19) en el ministerio del amor de Dios que quizo dar la vida por el hombre, del Dios solidario, fiel, justo. Porque la justicia divina no es igual que la humana, porque la balanza de Dios es la cruz y el precio del mal su misericordia. La justicia para Dios no es dar el merecido, la justicia de Dios es libertad y amor. Dios respeta la libertad del hombre, que puede ser santo u homicida, y ama a los dos por igual.

Entender el porqué del mal exige renunciar a la propia especulación, exige un salto de fe para poder ser sostenidos en la esperanza de que el amor es más fuerte que la muerte; que el amor es más grande, que el dolor. No nos exige dejar de pensar, sino abrir nuestra razón al misterio, a la voz de Dios que a veces “no sentimos”.

“¿Dónde está tu Dios?” me preguntan. “En la cruz”, respondo. En el lugar donde las fuerzas del mal se ensañaron con el cordero inocente, donde se ultrajó al que no tenía mancha. Donde se desechó la piedra angular. Está en la cruz por amor. Está en la cruz porque ante el aparente abandono de Dios, la mayor distancia se convierte en la mayor cercanía. Dios no abandona a su Hijo amado. Dios no abandona a ninguno de sus hijos.

¡Miremos con ojos de fe! leamos la realidad desde el Evangelio. No nos hará la vida más fácil, ciertamente, pero nos ayudará a entender, nos dará sentido, compañía en la soledad, serenidad en la prueba. No hay palabras para explicar el misterio del mal. Sólo nos queda el asombro, el dolor redentor y la esperanza de que es realmente cierto que donde abundó el pecado… sobreabundó la gracia.

© 2017 – Mijailo Bokan Garay para el Centro de Estudios Católicos – CEC

Mijailo Bokan Garay

Mijailo nació en el Perú en 1982. Es teólogo, graduado de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Actualmente es Director de Investigación del Centro de Estudios Católicos (CEC) y Encargado de Estudios del Centro de Formación Nuestra Señora de Guadalupe.

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